Nietzsche y la Navidad
“Los cristianos más serios siempre han estado bien
dispuestos hacia mí”
Nietzsche, Ecce Homo, 17.
Por Mario Ramos Reyes
Para muchos, este título parecerá, cuando menos,
una exageración, un exabrupto. Tal vez una impiedad. Poner juntos a Nietzsche
(1844-1900) –el autor del Anticristo (1888)– con la celebración del nacimiento
de Jesús, el Cristo, es ir demasiado lejos. Quizás no. En estos tiempos
posmodernos, donde todo se tergiversa y manipula y se invoca al mismo Nietzsche
como responsable, es saludable examinar, siquiera brevemente, un aspecto vital
del filósofo de Basilea.
Reparemos esto: Nietzsche no solamente afirmó que
“Dios está muerto”, sino también, y al mismo tiempo, aseguraba que un solo
cristiano podía ser digno de tal nombre: Jesús. Pero que, lamentablemente, el
mismo murió en la cruz. Su crítica a la modernidad racionalista de su tiempo
–falsamente atea según él– coincide hoy con nuestra era
científico-tecno-algorítmica, que presume la inutilidad de la belleza o las
humanidades. La pluma de Nietzsche es, tal vez a pesar suyo –sobre todo en
algunos de sus escritos de juventud–, como la voz de un Jeremías, quejándose de
la hipocresía y pobreza de los intelectuales aggiornados y modernos. Con
democracias liberales embriagadas de tecnología y ciencia –no importa si
desarrolladas o emergentes, ambas creen en esos mismos cielos– traer a cuenta
algunas jeremiadas nietzscheanas es una manera, paradójica, de saber qué se
celebra realmente en Navidad. Fue el gran teólogo suizo Hans Urs von Balthasar
(1905-1988), después de todo, el que dijo que, si se quiere saber lo que es ser
cristiano, hay que prestarle atención a Nietzsche. Las ideas que siguen, son
modestas, pero ejemplares y me sentiré agradecido que el lector le ponga un
mínimo de atención.
La vida controlada desde el nuevo cielo
–Todo es cerebro –me decía con certeza triunfalista
un amigo, ilustre jurista, hace un tiempo–. Todo. Como la norma legal que
subsume todo el derecho. Nada escapa al mundo de los sensible, empírico. El
resto es fantasía.
–Y cuando le miras a los ojos a tus hijos –atiné a
replicar– ese amor, ¿es también producto de meras reacciones químicas?
–Ese es otro tema –me cortó fastidiado. Y cambió de
tema.
Nietzsche llamaba a la postura de mi amigo,
esnobismo, cursilería y, sobre todo, superficial. Era el espíritu de época
(zeitgeist), de su siglo. Como es del nuestro. Fue la moda introducida por los
desacralizadores del cristianismo de inicios del siglo diecinueve.
Historiadores como David Strauss (1808-1874) que reducían todo el hecho
religioso a historia. El Cristo era mera sublimación inventada de los
discípulos, aunque el Jesús histórico fuera real. Esa nueva fe, como aseguraba
Strauss, abría un nuevo cielo: el del control de la realidad por la
racionalidad instrumental, empírica. Y, entronizando, “vestido en un traje
peludo de nuestros genealogistas simios”, a un nuevo dios, Darwin, el creador
de la fe nueva. Todo eso era un gran engaño, una treta para incaustos y
temerosos. Ante la fantasía de la antigua fe, se instala una credulidad
incondicionada, los postulados de la nueva, la ciencia. La vida social, moral,
económica, no escapará a esa actitud. Una vida, individual y social
–controlada, racionalista y atea– así, será una vida justa y feliz.
El verdadero ateísmo
Para Nietzsche, ese racionalismo es un falso
ateísmo. Es mera sustitución de una creencia por otra. Un canje engañoso. Él no
acepta edulcorantes; está más allá de todo. “Lo que nos diferencia no es que no
encontramos a Dios –en la naturaleza, o en la historia–, sino que lo que se ha
reverenciado como tal, no parece dios”. Su ateísmo no debe retener nada. Ni a
la racionalidad moderna, egoísta. Será la pura voluntad que espera un porvenir
que aún no se realiza.
Y que se asume, en total soledad, la condición de
huérfanos a la espera del futuro, en el universo. No la ciencia o los consuelos
de la antigua fe. Única postura –dirá Nietzsche– para los fuertes: los que
viven alegremente en la nada. Después de todo, hemos matado a Dios. De ahí la
crítica de Nietzsche al cristianismo de muchos cristianos: el haber caído en
las garras de un “racionalismo creyente”. Como el de Hegel, Schopenhauer,
incluso Pascal. Y el de otros liberales. Una fe “consoladora”, pura emoción y
sentimiento, que reduce la complejidad de lo real –como el método científico– a
una explicación racional. Es el cristianismo de la resignación, estoico, que no
acepta la realidad desnuda: la tragedia humana.
Cristianismo es un hecho
Nietzsche, en esto último, tiene razón. El escritor
francés George Bernanos (1888-1948), en su “Diario de un cura rural”, lo
muestra con claridad: el hecho de ser cristiano no simplifica, sino que, en
muchas situaciones, por más racionalidad que se invoque, no tiene respuestas.
¿Acaso hay respuestas para una pandemia cruel y despiadada, más allá de
consignas piadosas y fatalistas? No siempre todo está en orden ni muy bien. Ahí
entra la fe. El cristianismo es un hecho de fe, pero no comienza con el “Jesús
histórico” –como el de Strauss y el de tantos racionalistas hoy– al que
criticaba Nietzsche. Comienza con un acontecimiento. La iglesia primitiva
adoraba a Cristo exaltado a la diestra de Dios. Es pura Gracia.
Esa es la trampa –asumiendo la crítica de
Nietzsche– en que cae también nuestro mundo posmoderno liberal progresista o
conservador. Es lo mismo. Rechaza la religión (pues supone que no explica todo,
cuando no lo debería hacer) y pretende que la nueva religión científica lo
explique todo: desde el amor de un padre a sus hijos hasta cómo ser feliz según
las indicaciones más irrefutables de un profesor de Harvard. Es la banalización
de lo técnico-científico. Los algoritmos como la normatividad y control social
y político. La hegemonía de ese falso ateísmo que dice Nietzsche, para el cual
todo está bajo control –estatal o de conglomerados económicos–. No más lugar
para el misterio. Es el advenimiento del transhumanismo.
Nietzsche reacciona contra ese “nuevo ateísmo”
cientista consolador y arrogante, pero también contra la creencia que Dios lo
explica todo y donde el ser humano no es nada. Por eso, hay que matar a ese
dios –grita– para que el ser humano haga algo. Su diatriba, en eso, no
vislumbra en la significación de la
Navidad auténtica, pero apunta a un signo: el de asumir –con
temor y temblor– el drama de la realidad. Pero ahí está y es donde entra, creo,
el misterio de la Navidad.
La de un Dios que sorpresivamente se encarna, se hace hombre,
para posibilitar –con la Gracia–
que el ser humano se eleve por encima de sí. Y que, nuestra comunidad de
pecadores, deje –por lo menos a veces– de ser tal. El cristianismo es, por eso,
más bien espera –adviento– que búsqueda. ¿Qué le faltó a nuestro atormentado
filósofo para esperar? Tal vez, una compañía, alguien como su coetánea santa
Teresa de Lisieux (1873-1897), quien, como dijera el filósofo francés Xavier
Tilliette (1921-2018), era la única que podría haber calmado sus ansiedades
tomándolo de la mano. El resto –usando un improperio tan propio de Nietzsche–:
será mera “religión de filisteos” (o de burgueses, según Bernanos) de los que
creen por utilidad, falsa conciencia o temor. Solo el amor es creíble. ¡Feliz
Navidad!
Fuente:
https://www.lanacion.com.py/columnistas/2021/12/19/nietzsche-y-la-navidad/