Las religiones suelen estar asociadas a la muerte,
el sufrimiento y la destrucción. Desde la quema de brujas por parte de la “santa”
iglesia Católica hasta las actuales muertes de testigos de Jehová al negarse a
recibir transfusiones de sangre, la religión sigue siendo peligrosa y continúa
cobrando victimas; muchas de ellas niños inocentes que son arrastrados por lo
absurdo de las creencias de sus progenitores.
A continuación revisaremos de nuevo la macabra
historia de la secta Religiosa “El Templo del Pueblo” liderada por Jimmy Jones y
que llevó a la muerte a casi mil de sus seguidores incluyendo a innumerables
infantes. Espeluznante historia ahora contada por Alberto Amato, (Periodista
argentino cuya amplia trayectoria incluye haber sido corresponsal de guerra en
Etiopía, Somalía y en Nicaragua tras la caída del presidente Anastasio Somoza)
donde nos ilustra las sensaciones y experiencias de haber cubierto la masacre del
Templo del Pueblo y las horribles muertes aquí acaecidas.
Ejemplos como este suceso simplemente nos ratifican
lo peligrosas que son las creencias religiosas, en especial cuando están
asociadas a un carismático y manipulador líder y a personas con poca voluntad y
fácilmente moldeables que la integran. ¿Hasta donde pueden llegar los creyentes por un Dios? ¿Por
una religión? ¿Por un autodenominado iluminado divino?... ¿Por una fantasía absurda
y sin sentido?
Nota del editor.
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El espantoso olor de 900 cadáveres y el misterio
del líder de una secta diabólica: así viví el horror de la masacre de Guyana
Fue una experiencia única y, por fortuna,
irrepetible. El olor de la muerte lo inundaba todo. Los cadáveres parecían
sembrados en la pista del aeropuerto de Georgetown, a la espera de ser
identificados, enterrados en alguna parte. Lo peor eran los chicos muertos, más
de trescientos. Hace 43 años, el suicidio masivo de los miembros de la secta
Templo del Pueblo de Jim Jones sacudió a un mundo. Lo que perdura es el
espanto, grabado en la memoria como un fantasma.
Alberto Amato
19 de Noviembre de 2021
Parecían flores extrañas, multicolores, sembradas
por capricho en un terreno ganado a la jungla. Pero no eran flores. Eran
cadáveres. Vestían las ropas de colores de cinco minutos antes de la muerte.
Las más coloridas eran las de los chicos. En total, novecientas nueve personas,
más de trescientos chicos, muchos de ellos bebés. La mayoría se había
suicidado, casi todos lo habían hecho después de matar a sus hijos: habían
bebido un famoso refresco no carbonatado, en polvo para diluir en agua, con
sabor a uva, llamado “Flavor Aid”, que habían mezclado con cianuro y almacenado
en un tonel de hierro. Una muerte comunitaria.
Todo había sucedido alrededor de un tinglado casi
miserable, en el que había un trono, y en los modestos edificios y casas
cercanas de una utopía llamada Jonestown, en Guyana, un país del noreste de
América del Sur, lindante con Brasil, Venezuela y Surinam, casi desconocido
hasta la tragedia. Jonestown era un proyecto de ciudad, a doscientos cuarenta
kilómetros de la capital, Georgetown; un pedazo de la selva cedido por el
entonces gobierno socialista de Guyana a Jim Jones, un aventurero con rasgos de
psicópata más que de idealista, que había amasado una fortuna, había fundado en
San Francisco una secta llamada Templo del Pueblo (People’s Temple), se había
rodeado de un millar de fieles y se había marchado a la selva caribeña a montar
un improbable estado religioso-marxista que había terminado en eso: novecientas
personas muertas, en su mayoría estadounidenses.
A quienes no habían aceptado beber, a los
reticentes, a los dudosos o a los evasivos, les habían destinado una bala. No
eran muchos, pero entre los muertos a balazos estaba Jim Jones: nunca se aclaró
si se suicidó o lo asesinaron en aquella borrachera criminal que estalló el 18
de noviembre de 1978.
Los de Jonestown no eran los únicos muertos del
Templo del Pueblo. En la capital de Guyana, en una casa de la secta, habían
aparecido muertos una mujer y sus tres hijos pequeños. Y en el precario
aeropuerto de Port Kaituma, vecino a la utopía de Jones, yacían los cadáveres
de otras cinco personas, acribillados por los guardias de seguridad del Templo
del Pueblo: Leo Ryan, un legislador demócrata por California, Don Harris y Bob
Brown, de la cadena televisiva NBC, Greg Robinson, fotógrafo del San Francisco
Examiner y Patricia Parks, uno de los miembros de la secta que había querido
desertar. Esas fueron las muertes que desencadenaron el suicidio masivo y el
final de la secta. En total, novecientos dieciocho muertos. ¿Cómo pudo pasar?
Lo peor de todo era el espantoso olor de los
cadáveres podridos. Llegué al aeropuerto de Guyana el 22 de noviembre de 1978,
como enviado especial, el mejor oficio del mundo, de la revista Gente que
dirigía entonces Samuel “Chiche” Gelblung. Ese olor penetrante, pegajoso, de un
engañoso dulzor, reinaba hasta en los alrededores del aeropuerto. Jonestown ya
era un sitio inaccesible: rodeado por el ejército guyanés, invadido por agentes
del FBI y habitado por los escasos sobrevivientes de la secta, que habían huido
a la selva para esquivar a la muerte, y que habían regresado para iniciar una
guerra feroz por el dinero en juego: miles de dólares en efectivo, oro y joyas
que habían desaparecido de las arcas de Jonestown con destino ignorado. Se
habían lanzado todos a una rapiña feroz en las horas que separaron el suicidio
masivo de la llegada de los primeros efectivos del ejército de Guyana, y ahora
cada quien pedía cuentas al otro ante los oídos nunca desatentos del FBI.
En el aeropuerto de Georgetown todo era cadáveres,
embolsados en lona verde, con un largo cierre relámpago, de los pies a la
cabeza, la clásica bolsa para cadáveres de los Ejércitos. Los habían alineado
en el sudeste de la principal pista de aterrizaje, que parecía una gigantesca
alfombra armada con retazos. Algunas bolsas estaban envueltas en nylon blanco,
como resguardo acaso inútil de las tormentas tropicales que iban y venían,
cortas y furiosas o leves y persistentes. Otras estaban amarilleadas por el
líquido desinfectante que les echaban unos jovencísimos marines de los Estados
Unidos, con barbijos y guantes de cirugía.
Reinaba una actividad impresionante. Dos
helicópteros CH 53, que habían llegado con las tropas el día anterior, recogían
los cadáveres en Jonestown y los trasladaban, ya embolsados, a Georgetown. Allí
los esperaban setenta marines que los bajaban de los helicópteros, los
alineaban en la pista, los desinfectaban y después los cargaban en tres
camiones, que se dice fácil. Aquellos soldados cantaban, y estaban trenzados en
un concurso a ver cuál pelotón cargaba su camión de cadáveres más rápido.
Corrían hasta una bolsa de dos en dos, ligeros y atléticos, la alzaban como si
pesara nada, la llevaban corriendo hasta la culata del camión y la arrojaban a
la caja, donde la esperaban otros dos soldados que estibaban aquella carga
terrible. Y cantaban.
Recuerdo que al mando de aquel frenesí trastornado
había un sargento de apellido Medina y de español perfecto, y con un ánimo de
acero templado, que mantenía a sus chicos a raya, marcaba el ritmo de los
cantos, “¡Go, go, go…!” y no los dejaba parar un segundo, sólo para tomar agua.
Me vio la cara y me dijo simple y sabio: “¿Qué querés que haga? Si los dejo
pensar, se matan ellos también”.
El fandango cuartelero cesaba cuando alguno de los
marines llegaba con una bolsa más pequeña en brazos, doblada en sí misma. Esa
bolsa no se arrojaba a la caja del camión. La llevaba el marine en persona y la
ponía en brazos de su colega, allí arriba, que la estibaba con cuidado, como si
acunara al niño. Era un instante apenas de silencio concentrado y profundo.
Después, Medina se encargaba de que todos volvieran a correr.
No todos los cadáveres iban a parar a los camiones.
En la pista ya había apilados varios ataúdes con un número y una letra de
registro: habían sido enviados desde Estados Unidos por los familiares de los
muertos. Aquel espanto estaba inundado por el olor de la muerte. Un olor
líquido que penetraba la trama de la ropa, se pegaba a las fosas nasales, que
no salía con nada, que no te iba a sacar la ducha del hotel y que galopaba urgido
por el aire cálido y envilecido de la jungla vecina.
El drama de lo que fue para la historia la masacre
de Guyana, había empezado el viernes 17 de noviembre. Pero el principio del fin
era anterior, de los años 60, cuando Jim Jones, un tipo carismático de verbo
fogoso y de imaginación utópica, se consideró “discípulo de Cristo”, y empezó a
ejercer una especia de sacerdocio que mezclaba los postulados dela iglesia
metodista, pentecostal, baptista y cuáquera, que era la de su infancia en su
estado natal, Indiana.
A los 25 años, había nacido en mayo de 1931,
admiraba al líder chino Mao Tsé Tung, que así se llamaba entonces y no Mao
Zedong, como hoy, y se proclamaba marxista leninista. A cualquier inquieto que
le hiciese notar cierta contradicción entre el sacerdocio y el comunismo, Jones
le explicaba que era imposible convertir a la gente al marxismo, tal como
estaba estructurada entonces la así llamada sociedad de consumo: había que
morir y reencarnarse para ser un marxista nato. Ese fue el camino que llevó a
Guyana.
Reencarnación y marxismo no fueron los postulados
iniciales de su secta, que fundó en los años 60 y llamó Templo del Pueblo, y
que se instalaría luego en la prodigiosa San Francisco, la rebelde ciudad del
“flower power”, del movimiento hippie y de la avanzada contra la guerra de
Vietnam. Jones sólo proponía poner distancia de un mundo que, afirmaba, iba de
cabeza a la hecatombe nuclear, reencontrar al individuo con la naturaleza,
eludir de paso los dictados de la religión católica que cree en la vida eterna
y, a cambio, vivir a pleno la vida terrenal. Una nueva sociedad, en suma, con
nuevas leyes para una nueva vida para un nuevo imperio. Y un único líder: él
mismo.
A su manera, fue un adelantado: avizoró la
importancia que los postulados religiosos podrían tener en la política y
decidió influir en ella a través de la religión y de su secta. Llegó incluso a
ocupar un cargo público, no electivo, en San Francisco. Entre sus papeles se
hallaron luego una foto autografiada y una carta de Rosalyn Carter, esposa del
entonces presidente de Estados Unidos James Earl Carter, otras cartas del
vicepresidente Walter Mondale, más correspondencia con senadores demócratas y
hasta con el alcalde de San Francisco, George Moscone, que protagonizaría otra
tragedia en los días siguientes a la tragedia de Guyana.
Su incipiente carrera política, sus eventuales
ambiciones y su vida en San Francisco se vieron amenazadas en septiembre de
1977 por una investigación de la reviste New West, de California, que acusó a Jones
de torturas físicas y morales a sus seguidores, de impulsa y participar de
orgías y de manejar “hitlerianamente” a las personas. El Templo del Pueblo
quedó a merced de las investigaciones. Jones renunció a su cargo y con su
mujer, Marceline, sus hijos, uno natural, Stephan Gandhi, y varios adoptados,
decidió irse a Guyana.
Lo de Jones y Guyana fue un matrimonio por
conveniencia. El gobierno socialista le cedió una amplia franja de tierra a
orillas del río Kaituma, con un aeropuerto chico pero operable, a menos de
trescientos kilómetros de la capital por caminos poco transitables: era una
zona en conflicto con Venezuela y Guyana temía una invasión. Para Jones fue la
tierra prometida para su utopía religiosa-leninista.
Lo siguieron una gran cantidad de fieles que se
desencantaron rápido de todo: la utopía y esa jungla densa, misteriosa y hostil
que rodeaba a la flamante Jonestown, que carecía de todo. La mayor parte
regresó a San Francisco y junto al reverendo quedaron poco más de mil fieles.
¿Cómo iban a vivir? La colonia agrícola de Jones iba a mantenerse con el
cultivo de verduras y frutas y con la cría de gallinas y cerdos. Y arreglarse
como puedan. En manos de Jones, que podía estar enmarañado entre Dios, Marx y
Mao pero no tenía un pelo de tonto, quedaba el enorme caudal financiero y
económico de su secta. Sus seguidores tenían tres reglas a cumplir: tenían
prohibido desertar, debían despojarse de todos sus bienes materiales y
entregarlos al Templo del Pueblo y, tercero, debían estar dispuestos a morir
envenenados cuando el líder lo ordenara.
Una de las prácticas de la secta en Jonestown se
llamaba “Noches Blancas”, otro invento de Jones. Era una ceremonia en la que el
líder incitaba a los suyos a beber de un tonel de hierro, refresco de uva que
se suponía envenenado con cianuro. Y los seguidores bebían para descubrir luego
que todo había sido un juego.
No era lo único perverso que reinaba en la utopía.
A Estados Unidos llegaron algunas denuncias contra el disparate: Jones se
adueñaba de la vida de sus seguidores, retenía sus pasaportes y hasta sus
medicinas, amenazaba a las familias de los eventuales desertores, controlaba
los llamados telefónicos, censuraba la correspondencia y manejaba un pequeño ejército
armado que patrullaba el complejo; además, impulsaba la delación para evitar
fugas y deserciones. Los rumores hablaban ya de un deterioro perceptible en su
salud mental, de su adicción a las drogas y de sus mensajes públicos en los que
se comparaban con Jesucristo y con Lenin.
Quien tenía información de primera mano sobre la
secta era el congresista Ryan, porque conocía a algunos de sus miembros, en
especial a Deborah Clayton, hermana de Larry Clayton, tercera generación de la
familia en el Templo del Pueblo: había llegado a la secta por influjo de su
madre. Debbie Clayton había huido de Jonestown en mayo de 1978 y había firmado
una declaración en Estados Unidos en las que afirmaba que la secta mantenía a
más de mil personas en Guyana, contra su voluntad. Ryan decidió investigar y
viajó el miércoles 15 de noviembre a Georgetown con un par de asesores, tres
periodistas y un equipo de la cadena de televisión NBC. El viernes 17 de
largaron, sin aviso y en un pequeño avión a Jonestown, para hablar con Jim
Jones: los recibieron con alegras cantos religiosos, y después, los mataron a
balazos.
Fue el sargento Medina quien me explicó el caos que
había seguido a la matanza. Un caos que el cuerpo de Marines ni siquiera había
podido encarrilar. Me llevó hasta los ataúdes apilados, de a tres y en hileras
de tres, nueve ataúdes por bloque, cada uno con su número y su letra. Allí
había que colocar a los muertos identificados, que no eran muchos. Habían
revelado su identidad sus familiares que, de alguna forma, habían sobrevivido a
la matanza, o quienes habían viajado de urgencia a Guyana para dar con los
suyos. “Los soldados guyaneses hicieron todo mal: escribieron el nombre y
apellido de esa gente en una etiqueta, con una letra y un número coincidente
con el de un ataúd, y las colgaron del pulgar del pie de cada víctima. En dos
días, la selva, el calor, la humedad y la lluvia habían diluido la tinta,
descascarado el papel manila de las etiquetas. Hubo que empezar de nuevo.
Contaron los cadáveres sin tocarlos, sin moverlos, sin saber que, bajo el
cuerpo de los adultos estaban los chicos, los bebés… Nunca supieron siquiera
cuántos muertos había”.
Los cuerpos sin identificar y sin ataúd designado,
fueron a parar, todos a la base aérea de Dove, en Delaware, donde los forenses
civiles y militares intentaron identificarlos por las huellas dactilares o lo
que quedara de ellas. Cuatrocientos nueve cadáveres quedaron como NN y sin un
lugar para ser enterrados, hasta que fueron aceptados por el Evergreen Cemetery
de Oakland, que ofreció una tumba masiva: allí fueron sepultados el 11 de mayo
de 1979, seis meses después de la masacre de Guyana. Medina me llevó a ver
aquella tarde lo que él quería que viera; un ataúd gris perla con una leyenda:
“Rev. Jimmie Jones 13B”.
El gobierno de Guyana miraba con recelo a Jones y a
la gente que lo rodeaba, entre los que había algunos veteranos de Vietnam.
Sospechaban que en Jonestown podía haber tráfico de armas. ¿Podía haber también
agentes de la CIA?
¿Planeaba Estados Unidos meterse con el socialismo guyanés a través de Jim
Jones? Lo que sucedió con el congresista Ryan, su llegada había levantado más
sospechas, desató el pánico. A Ryan y a su comitiva les ofrecieron en Jonestown
un desayuno de trabajo, al que no fue el reverendo, en el que entrevistaron a
varios miembros de la secta, según recordó luego una de las asesoras de Ryan,
Jackie Speier. “Eran casi todas mujeres, jóvenes, que dijeron vivir muy felices
y que esperaban casarse con algún miembro de la secta”.
A la hora de la cena hubo un espectáculo musical en
el pabellón principal de la granja utópica: casas de madera, literas marineras,
techos con hojas de palma, un sitial reservado para Jones, que esa noche
presentó a los periodistas y a Ryan, a un chico feliz: John Víctor Stoen, de
seis años. El chico era hijo de Grace y Tim Stoen, miembros de la secta. Ambos
la habían dejado en medio de una batalla por la custodia de John, porque Tim
Stoen había firmado una declaración jurada en la que decía que el padre del
chico era el reverendo Jim Jones, que se lo había llevado a Guyana. Esa noche,
el chico fue mostrado a la prensa y al congresista Ryan. Jones le preguntó
entonces si quería volver con Grace a Estados Unidos y el chico dijo: “No”. Al
día siguiente, estaba muerto.
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No todos los cadáveres iban a parar a los camiones. En la pista ya había apilados varios ataúdes con un número y una letra de registro: habían sido enviados desde Estados Unidos por los familiares de los muertos |
La reunión de la noche entre los inesperados
visitantes y los miembros del Templo del Pueblo fue casi perfecta, hasta que
uno de los periodistas que habían acompañado a Ryan dijo que uno de los
miembros de la secta le había pasado una nota en la que le pedía ayuda. Speier
recuerda que pensó: “Dios mío, lo que temíamos es verdad”. En media hora, más
de cuarenta personas pidieron dejar Jonestown y a la secta y Ryan prometió
alquilar un avión más grande y partir a la mañana siguiente a Estados Unidos.
El 18, Ryan enfrentó a Jones y le dijo que planeaba
irse con quien quisiera acompañarlo. “Todo estaba a punto de estallar –recordó
Speier– Salimos del complejo junto a esas personas y vi que la camisa del
congresista estaba manchada de sangre: alguien había intentado cortarle el
cuello con un cuchillo”.
En el aeropuerto de Port Kaituma y antes de subir a
los aviones alquilados, la comitiva fue baleada por los miembros de la
seguridad de Jones que habían llegado en un camión. Algunos disparos perforaron
las ruedas de las aeronaves, pero la mayoría dio en el blanco buscado: Ryan,
los periodistas Harris y Brown de la
NBC, el fotógrafo Robinson y la desertora Parks. Murieron
todos, además de otros desertores y uno de los pilotos. A Ryan lo desfiguraron
luego a balazos.
Con aquella masacre en Port Kaituma, con un
congresista asesinado en la pista de aterrizaje y con cuatro decenas de
desertores en potencia, Jones comprendió que su utopía había terminado. Ese
mismo sábado 18 ordenó el suicidio masivo de su comunidad. Todo quedó grabado
en una cinta conocida hoy como “La cinta de la muerte”, recuperada por el FBI.
En ella Jones dice a los suyos: “El congresista está muerto… El congresista
está muerto y muchos de nuestros traidores están muertos. ¿Creen que nos van a
permitir sobrevivir? No hay manera. No podemos sobrevivir. No vale la pena
vivir así. Acabemos con esto ya. Terminemos con esta agonía”.
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los marines contaron que los soldados guyaneses "contaron los cadáveres sin tocarlos, sin moverlos, sin saber que, bajo el cuerpo de los adultos estaban los chicos, los bebés… Nunca supieron siquiera cuántos muertos había" |
El gobierno de Guyana supo de inmediato que Ryan y
los suyos habían sido asesinados en Port Kaituma. Y mandó al ejército a cercar
la zona y a averiguar qué era lo que había pasado en la idílica Jonestown.
Entre la niebla densa y la jungla espesa, en el amanecer del domingo, las
tropas apenas pudieron creer lo que veían y hasta la llegada de los marines
americanos, todo fue confusión. El sargento Medina reveló: “Tomaron las
primeras fotos aéreas porque mandaron a sobrevolar la zona a una avioneta.
Sobre esas fotos contaron los muertos: unos trescientos. Pero debajo de esos
cuerpos había una segunda capa de muertos. Y debajo estaban los chicos, que
fueron los primeros en morir. Nosotros tuvimos que pedir a Estados Unidos palas
para nieve para despegar los cuerpos del terreno húmedo de la selva”.
La “cinta de la muerte” revela que Jim Jones dio
instrucciones a los jefes de familia sobre cómo matar a los chicos y, luego a
los ancianos; en muchos casos, usaron jeringas para obligarles por la fuerza a
beber el refresco envenenado. Sus partidarios escuchan esas instrucciones
terribles con atención. Luego aplauden. Algunas autopsias revelaron el uso de
armas de fuego y puñales para acabar con la vida de quienes no aceptaban el
suicidio, entre ellos y al parecer, Jim Jones.
Algunos suicidas dejaron una carta que justificaba,
o intentaba hacerlo, su decisión. Una estaba firmada por Annie Moore, que
adoraba al reverendo Jones. “Su amor por los seres humanos fue insuperable y
fueron muchos en los que él puso su amor y su confianza. Pero lo abandonaron y
le escupieron la cara”. Moore rogaba porque su carta no cayera “en manos de una
persona con mentalidad fascista” y dejaba por escrito el porqué de su decisión:
“Morimos porque ustedes jamás nos dejarían vivir en paz”.
Sobrevivieron sólo ochenta y siete miembros de la
secta, algunos de ellos por puro azar. Hyacinth Thrash, una mujer afroamericana
de 76 años, estaba cansada aquel sábado 18 de noviembre. Se acostó a dormir y
cayó en un profundo sueño. Cuando despertó, todos a su alrededor estaban
muertos. Murió en 1995, a
los 93 años. Otros lograron perderse en la selva. Fueron hallados por las
tropas de Guyana días después.
Tim Carter salvó su vida porque Jones le encomendó
una tarea especial: llevar un maletín con trescientos mil dólares a la embajada
soviética en Georgetown, presumen los investigadores que con la esperanza de
obtener asilo. Si es así, Jones no pensaba morir junto a los suyos y alguien lo
asesinó. Carter fue hasta el interior del complejo para buscar el maletín y,
cuando regresó al tinglado donde estaba el trono de Jones, encontró a su mujer,
a su hijo, a su hermana, a sus dos sobrinos y a sus dos cuñados, que agonizaban
envenenados. Huyó a la selva. Al menos eso es lo que dijo al FBI.
Leslie Wagner.Wilson, su hijo Jakari, de tres años
y un pequeño grupo de desertores de la secta fueron más previsores y escaparon
de Jonestown ni bien llegó Ryan y su equipo de asesores y periodistas. Ella y
su hijo sobrevivieron, pero en Jonestown murieron su madre, sus dos hermanos y
su cuñado, que era uno de los guardaespaldas de Jones.
En los dos hoteles más importantes de Georgetown,
El Pegasus y el Park Hotel, vivían dos bandos de sobrevivientes de la secta,
los investigadores americanos y guyaneses, los oficiales de los marines y los
periodistas. Asistíamos casi de modo irremediable a las acusaciones mutuas que
se lanzaban unos y otros y que daban cuenta de una feroz lucha interna, incluso
hasta de grupos armados, en la idílica sociedad de Jim Jones. Había mucho
dinero en juego. Para empezar, los trescientos mil dólares que Carter debía
llevar a la embajada soviética habían ido a parar a manos de la policía de
Guyana, que se tomó su tiempo para devolverlo.
En la cabaña de Jones hallaron seiscientos treinta
y cinco mil dólares, junto a dinero de Guyana por valor de veintidós mil
dólares. También había una importante suma de dinero en cheques de la seguridad
social americana, que los estadounidenses entregaban a su líder. Con el tiempo,
los investigadores descubrieron que Jones tenía depositados siete millones de
dólares en cuentas de bancos extranjeros, que fueron bloqueadas. Había más
dinero en otras cuentas extranjeras que Jones mantenía en secreto en una lista
codificada que guardaba entre las páginas de su Biblia. Ese libro sagrado no
apareció jamás.
Lo que disputaban los dos bandos eran los restos:
dinero en efectivo, joyas, lingotes de oro, diamantes, objetos de valor que
habían desaparecido. Uno de esos grupos respondía a Dale Parks, que había
intentado desertar con el congresista Ryan y casi muere asesinado en Port
Kaituma, donde mataron a su madre Patricia de un balazo en la nuca. El otro
estaba encabezado por Carter, que había perdido a toda su familia.
El 25 de noviembre los dos grupos pidieron que
fuesen ubicados en hoteles separados: todos estaban bajo arresto y custodiados,
aunque tenían libre tránsito en las instalaciones del Pegasus y del Park Hotel,
donde eran interrogados por las autoridades de Guyana y por el FBI. Hablaban
entre sí con el lenguaje de la secta: medias palabras, frases empezadas que no
terminaban cabeceos, miradas: en aquella gente nada era lo que parecía y todo
tenía más significado que el que aparentaba.
Entrevisté a Tracy Lee Parks, hija Dale y nieta de
Patricia Parks, asesinada en Port Kaituma. También la muchachita, delgada y con
ojos de hielo, había intentado escapar junto a su familia y al congresista
Ryan: “Yo estaba en el avión, pero no en el del diputado, sino en el avión más
chico. Entonces ese hombre empezó a disparar. Escapé como pude y mi hermana
Brenda me llevó hacia la selva. Estuvimos tres días sin comer nada. En los
siete meses y medio que estuvimos en Jonestown estuve en una Noche Blanca,
creo. O en dos. A veces había que tomar refresco a ver si nos moríamos. A veces
teníamos que votar si nos mataríamos. Yo votaba que sí, pero nunca lo hubiera
hecho”.
Cuando Tracy Lee habló de “ese hombre empezó a
disparar”, se refería a Larry Layton. Era un fiel seguidor de Jim Jones y se
metió en la comitiva del congresista Ryan para asesinarlo. Pero fue a parar al
otro avión donde empezó el tiroteo que siguieron los secuaces de Jones desde el
borde de la pista de aterrizaje. Es probable que los disparos de Layton hayan
asesinado al piloto del avión y a Patricia Parks. Era un tipo bajo, rubio,
vestido con ropas claras y la camisa siempre abierta sobre el pecho, que fue
detenido por la policía de Guyana y era el más vigilado en el Park Hotel. Fue
la única persona juzgada en Estados Unidos y condenada a prisión perpetua por
las muertes en Guyana, acusado de conspirar para asesinar al congresista Leo
Ryan. Pasó veintisiete años en la cárcel y fue liberado bajo palabra en 2002.
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Alberto Amato en la puerta de donde estaba la secta Templo del Pueblo en la ciudad de San Francisco, Estados Unidos |
El 27 de noviembre viajé a San Francisco, desde
Guyana, para entrevistar a lo que quedara del Templo del Pueblo. No quedaba
nada. San Francisco era ese día una ciudad arrasada. Su alcalde, George
Moscone, que en su momento había apoyado a Jim Jones en su cargo político no
electivo, había sido asesinado ese lunes por el concejal demócrata Dan White.
White también había asesinado al activista por los derechos gay Harvey Milk,
que años después encarnaría para el cine Sean Penn, dirigido por Gus Van Sant.
Los asesinatos no estaban conectados con Guyana, que fue lo primero que se
pensó.
El edificio central de la secta se alzaba en el
1859 del Geary Boulevard donde había que tocar timbre para que, a la larga,
atendiera alguien. No había quién pudiera explicar lo que había sucedido en
Guyana. Para sus fieles, gente de clase media, Jim Jones era poco menos que un
santo, un hombre que había visto a Dios y que pregonaba Su mensaje. Lo decían
con lágrimas sinceras en sus rostros demudados: no podían descifrar ni cómo era
el hombre en el que habían confiado, ni cómo había sido que le entregaron sus
vidas.
En la parte trasera del edificio, un espacio amplio
de casi cien metros de largo, por veinte de ancho, enrejado y custodiado,
cobijaba varios autos entregados por sus seguidores a la secta y una veintena
de contenedores con los objetos de valor de los que también se habían desprendido.
Del Templo del Pueblo ya no queda nada. La
comunidad entró en bancarrota en 1979 y se disolvió. Si alguien tenía que
rendir cuentas, había muerto en Guyana. El hijo de Jim Jones, Stephan Gandhi
Jones, y sus hermanos adoptados intentaron mantenerse cercanos con el paso de
los años. Stephan tiene hoy 62 años, está casado y es padre de tres hijos.
Tenía 19 años cuando la masacre de Guyana y estaba en Jonestown como jugador
del equipo de básquet local. Se dedicó a los negocios en el norte de
California. Participó en tres documentales: La verdadera historia, (2002); El
abogado del pueblo – La vida y la época de Charles Garry, (2007); y Jonestown:
las mujeres detrás de la masacre (2018).
De aquel edificio de la secta, en el Geary
Boulevard de San Francisco, tampoco queda nada: fue destruido el 17 de octubre
de 1989 a
las 17.04 por el terremoto de Loma Prieta, que duró quince segundos, mató a 63
personas y dejó a otras doce mil sin hogar. Ahora funciona allí una oficina de
correos.
Fuente: