lunes, 17 de noviembre de 2025

Si Dios existiera, habría que librarse de él




Si Dios existiera,

habría que librarse de él


Dios, no importa cuál, no existe.


Por: Jean-Marc Raynaud

Publicado en el periódico Tierra y libertad núm.323 (junio 2015).


Vamos a lo importante. Dios, no importa cuál, no existe. Nadie lo ha visto. No hay fotos. No hay informes policiales. No hay dirección. No está en los anuarios. No tiene móvil. Ni tampoco correo electrónico. Hoy, ¡esto es inconcebible!

En estas condiciones, ¿Cómo puede ser que tantos seres humanos crean en algo que no existe? Y esto es solo la mitad de una buena pregunta. Y eso a medida que las religiones (todas), esas repartidoras del opio del pueblo, no han dejado de encastillarse lamentablemente en sus teorías. Según ellos, la Tierra habría sido creada hace 4.000 años. Sin embargo, está demostrado que existe desde hace millones de años. Según ellos, la Tierra sería plana. Según ellos, el ser humano habría sido creado del barro (los negros habrían estado un poco más de tiempo en el horno). Según ellos, Dios ha creado a la mujer a partir de una costilla de Adán. ¡Muy fuerte! Según ellos, tendríamos un alma de la que nadie ha encontrado trazo alguno. Según ellos, Jesús habría nacido de una virgen. Según ellos, después de la muerte habría en algún lugar (pero no se sabe dónde) un paraíso para los gentiles, un infierno para los malvados y un purgatorio para los alumnos medios. Según ellos, en el paraíso correrían el vino y la miel, y los fanáticos de Dios tendrían “derecho” a setenta y cinco vírgenes. Buenos días, infierno. Según ellos…

En resumen, ¿cómo es posible todo eso?

Tiene que haber una explicación…

De hecho hay muchas.


¿Qué es el ser humano?

El ser humano es un animal omnívoro un poco diferente, no obstante, al resto de las bestias de su género. Piensa y, sobre todo, piensa en sí mismo.

Sí, desde luego, ha tenido millones de años para hacerlo. Desde nuestros primos, los grandes simios, a nuestros agentes de bolsa del momento no ha pasado un día. Esa es la teoría de la evolución. Pero ¿por qué el animal humano ha evolucionado así y los demás animales lo han hecho más despacio o de manera diferente? ¡No se sabe!

Pero volvamos a lo nuestro. Pensando y pensando, el ser humano comprende el pasado, el presente y el futuro. Y se plantea cincuenta mil preguntas del tipo de quién soy, de dónde vengo o a dónde voy. Sí, resumiendo, ¿qué es la vida?

A esas diferentes preguntas, los filósofos y los científicos tratan de responder desde hace mucho tiempo. En vano. Han descubierto muchas cosas. Pero sobre el porqué de lo esencial, es decir, del origen de todo y de la vida, no han dado ninguna respuesta. No se sabe. Y, por otra parte, ¿quizá no haya nada que saber? ¿Quizá no haya un principio ni un fin? ¿Quizá la vida sea fruto del azar o del absurdo?

El ser humano es incapaz de pensar tales cosas. Se niega a creer que podría ser solo un paréntesis entra la nada y la nada. Y por eso se inventó a los dioses y, poco después, a Dios.

Evidentemente, para él hay uno o varios seres superiores que tiran de los hilos de todo. Se trata de tranquilizarse pensando que no existe por azar y que tendrá una vida después de la muerte. A no ser que, y no hay ninguna prueba para esta hipótesis, se pueda emplear el “razonamiento” hasta el final, ese que nos dice que hemos sido creados como seres superiores. Diabólico ¿no?


Del politeísmo al monoteísmo

Antes había miles de dioses. Uno para la lluvia, otro para el buen tiempo, uno para todo lo que pareciera misterioso a los seres humanos. Cada pueblo tenía los suyos. Y, globalmente, eso no planteaba ningún problema importante.

Sí, desde luego, no era el mejor de los mundos. Los humanos, cerebro reptil obliga, ya eran unas malas bestias y hacían regularmente la guerra. Para apropiarse de territorios, para saquear, para reducir a la esclavitud a sus enemigos… Pero los vencedores raramente trataban de imponer sus dioses a los vencidos. Como si eso no fuera realmente importante.

Con la aparición de los monoteísmos, principalmente el cristiano y musulmán, las cosas cambiaron de arriba abajo. El monoteísmo, en efecto, es la creencia en un solo dios. Un dios único. Como consecuencia de ello, todos los que creen en varios dioses son paganos o salvajes a los que hay que hacer acceder a la “civilización”. Y los que creen en un dios único diferente, son impostores o herejes a los que hay que combatir y destruir. Han nacido las guerras de religión.

El monoteísmo es, por su esencia, totalitario a nivel espiritual. Pero también a nivel político porque pretende abiertamente reinar sobre la tierra y acaparar todos los poderes.

Con la aparición de las instituciones religiosas, este fenómeno totalitario ha tomado una dimensión fascistoide muy evidente. La Iglesia católica, con su organización calcada de la del Estado, fue el modelo. De ahí las Cruzadas, la Inquisición, la guerra a cuchillo contra los cátaros y otros protestantes. Y el colonialismo en el marco de la santa alianza entre el sable y el hisopo.

Como burla a la Historia, fueron los musulmanes quienes, los primeros, establecieron por adelantado la necesidad de separar lo temporal de lo político. Sin duda no se entendieron entre ellos. Pero su pensamiento, alimentado de los filósofos griegos, se ha extendido por Occidente y es el origen de la Ilustración.


El declinar de lo religioso

Con la idea de la separación de lo espiritual y lo político, el gusano estaba en el fruto. El Renacimiento, la Ilustración, los enciclopedistas abrieron mil galerías en el reino del oscurantismo y de la realeza. La clase burguesa, recién aparecida, vivió muy rápido todo el beneficio que podía extraer de esa evolución. No se oponía a la religión siempre que se limitara a su papel de opio del pueblo. Ni a la realeza siempre que… Pero aspiraba al poder y la realeza y el Estado se lo impedían. Había tres cocodrilos en una misma marisma.

La subida al poder de la burguesía, el desarrollo económico que la siguió, el consenso republicano, la emergencia de un capitalismo industrial, el nacimiento del socialismo y de un movimiento obrero… contribuyeron a elevar el nivel cultural de las poblaciones y a minar el fondo de comercio oscurantista de la religión. Añadamos a esto los años de luchas anticlericales en pro de la separación de la Iglesia y el Estado, en pro de la laicidad, y una sociedad de consumo conquistadora y materialista… La religión solo podría tener futuro a espaldas de esto.

Es necesario precisarlo, el declive de lo religioso concierne esencialmente a Europa. El resto del mundo, o casi, está lejos de haber integrado la separación de lo espiritual y lo político, el concepto de república, de democracia burguesa, de laicidad, y no ha accedido a la industrialización, a una cierta prosperidad económica, a la sociedad de consumo, a la creación de las clases medias y del movimiento obrero… Eso llevaría a deducir, si se excluye a los Estados Unidos (un país endemoniadamente religioso), que podría sin duda establecerse una relación entre una cosa y otra.

Esta relación, por evidente que sea, deberá, no obstante, analizarse con prudencia.


El regreso de lo religioso a Europa

Es un hecho, desde hace mucho tiempo, que hay una vuelta de lo religioso a Europa. El Islam es el mascarón de proa, pero también puede aplicarse para el cristianismo y otras sectas.

Actualmente, todo el mundo está superinformado, superconectado, la ciencia demuestra cada día que… puede parecer cualquier cosa menos paradójico. No es nada.

El modelo político, social, societario y de civilización capitalista está en vía de descomposición avanzada y favorece el regreso a los “fundamentalistas”.

El Occidente europeo se hunde en la crisis económica. Cada vez más paro. Cada vez más pobres. Cada vez más explotación de más gente. Cada vez más abundancia para los amos del mundo. Cada vez más averías en el ascensor social. Cada vez más atentados contra el medio ambiente hasta llegar a cuestionar las condiciones de vida del planeta. Todo eso conjugado con una subcultura de masas que funciona en una carrera sin fin siguiendo la inmediatez de los deseos, el zapping, la apariencia, las posturas, el espectáculo mercantil, la individualización de todo, el hundimiento de la noción de lo colectivo en la vida social, el desprecio de los pobres y los débiles, la liquidación de los servicios públicos, la solidaridad gestionada por la caridad, la mercantilización de las cosas y de la vida, la pérdida de credibilidad de la política y de las “élites” de bordes gangrenados por las querellas de la gente, del poder y de las prebendas, la destrucción suicida de los bienes comunes de todo tipo… lleva cada vez más a la gente a la resignación y la desesperación como consecuencia de la pérdida de la conciencia de una ausencia de sentido de su vida y de la vida. De este modo, los humanos son solo estómagos con patas. Pero tienen y tendrán siempre aspiraciones a la libertad, la igualdad, la fraternidad… Lo espiritual es una búsqueda de sentido que forma parte de sus aspiraciones eternas. Las religiones no se han equivocado y han aprovechado la ocasión para encasquetarnos su camelo. Y funciona. Lo hemos visto con motivo de las grandes manifestaciones contra el matrimonio homosexual.

En lo que concierne al desarrollo del Islam en Europa, podemos meterlo en el mismo saco que el rencor consecutivo a la problemática israelí-palestina, que demuestra la hipocresía desvergonzada de las democracias burguesas que, más allá de los grandes discursos, practican con desfachatez el “dos pesos, dos medidas”.

En resumen, que todo esto no es divertido. Pero ¿es como para decir que estamos condenados a ir a marchas forzadas hacia las guerras de religión y al choque de civilizaciones?


Ni dios, ni amo

Lo hemos visto, hay una correlación entre la miseria, el paro, el analfabetismo, la falta de cultura, la humillación, la liquidación de las conquistas sociales, la pérdida de credibilidad de los políticos, la crisis del capitalismo… y el regreso con fuerza de las religiones.

Como consecuencia, está claro que se impone un cambio radical a nivel político y social desde el momento en que puede apreciarse que la creencia en dios y en las religiones prospera. Llamamos a esto revolución social. Pero, por necesaria que sea una revolución social y política basada en la libertad, la igualdad, el apoyo mutuo, la cooperación, el trabajo (algunas horas al día) para todos, los servicios públicos gratuitos, la expropiación pura y simple de los capitalistas… no es cierto que eso baste si se pretende un cambio radical de la sociedad actual, que es productivista, consumista, sensacionalista, sin dimensión ecológica ni humana. Sin ningún sentido.

Además, la creencia en dios, tanto como en las religiones que extorsionan esta creencia, nace de la eternidad de lo humano y de su miedo a la muerte: imaginarnos erradicar esta fábula y a sus beneficiarios nace de la ilusión y del error político. Así, a falta de poder cortar las alas del eterno religioso humano, mejor tratar de domesticarlos. Y para eso, disponemos de un arma de gran eficacia: la laicidad.

La laicidad, en efecto, preconiza la separación entre lo político y lo religioso. Acepta la expresión de lo religioso en la esfera privada, pero la prohíbe en la esfera pública o la somete a condiciones. Se muestra como el único medio de poder vivir juntos entre creyentes de todo tipo y no creyentes de todo tipo. En el respeto de unos a otros. En la libertad de expresión de unos y de otros. Lo que significa, en lo que nos afecta, perseverar en nuestras críticas a las creencias en dios, en las religiones, en las iglesias, en los curas… y la afirmación de nuestro ateísmo.

Espero que lo hayáis comprendido, ¡el hecho de que dios no exista no quiere decir que no haga falta tratar de librarse de él!


Jean-Marc Raynaud

Publicado en el periódico Tierra y libertad núm.323 (junio 2015).

Fuente:

https://acracia.org/si-dios-existiera-habria-que-librarse-de-el/


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 “No son las cosas que no entiendo de la  Biblia las que me preocupan, sino las cosas que sí entiendo”

Mark Twain





lunes, 10 de noviembre de 2025

Jesús no existió




Jesús no existió.


¿Cómo pudo un líder de culto atraer multitudes, inspirar devoción y morir crucificado, sin dejar rastro en los registros contemporáneos?


Por: Gavin Evans


La mayoría de los estudiosos del Nuevo Testamento coinciden en que, hace unos 2000 años, un predicador judío itinerante de Galilea fue ejecutado por los romanos tras un año o más de hablar a sus seguidores sobre este mundo y el venidero. La mayoría de los estudiosos, aunque no todos.
Pero centrémonos por ahora en la postura mayoritaria: los historiadores bíblicos que no dudan de que las sandalias de Yeshua ben Yosef dejaron huellas entre Nazaret y Jerusalén a principios de la era común. Se dividen, a grandes rasgos, en tres grupos. El más numeroso incluye a teólogos cristianos que confunden al Jesús de la fe con la figura histórica, lo que generalmente implica que aceptan el nacimiento virginal, los milagros y la resurrección; si bien algunos, como Simon Gathercole, profesor de la Universidad de Cambridge y evangélico conservador, analizan con detenimiento la evidencia histórica.
Por último, están los cristianos liberales que separan la fe de la historia y están dispuestos a seguir las pruebas adondequiera que los lleven, incluso si contradicen la creencia tradicional. Su representante más elocuente es John Barton, clérigo anglicano y académico de Oxford, quien acepta que la mayoría de los libros de la Biblia fueron escritos por múltiples autores, a menudo a lo largo de siglos, y que se desvían de la historia.
Un tercer grupo, con opiniones no muy alejadas de las de Barton, está formado por académicos seculares que desestiman las partes del Nuevo Testamento ricas en milagros, aunque aceptan que Jesús fue, sin embargo, una figura histórica: los evangelios, sostienen, ofrecen evidencia de los principales ejes de su predicación. Varios miembros de este grupo, incluyendo a su figura más prolífica, Bart Ehrman, historiador bíblico de la Universidad de Carolina del Norte, son ateos provenientes del cristianismo evangélico. Para ser completamente transparente, debo añadir que mi perspectiva es similar a la de Ehrman: me crié en una familia cristiana evangélica, hijo de un obispo anglicano de origen judío, «renacido», que hablaba en lenguas; pero, a partir de los 17 años, comencé a dudar de todo lo que una vez creí. Aunque seguí fascinado por las religiones abrahámicas, mi interés no fue suficiente para evitar que, a través del agnosticismo, me adentrara en el ateísmo.
Existe también un cuarto grupo, más pequeño, que amenaza las discrepancias, en gran medida pacíficas, entre ateos, deístas y cristianos más ortodoxos, al insistir en que la evidencia de un Jesús histórico es tan débil que pone en duda su existencia terrenal por completo. Este grupo —que incluye a algunos cristianos que han dejado de practicar la fe— sugiere que Jesús pudo haber sido una figura mitológica que, como Rómulo en la leyenda romana, fue historizada posteriormente.
Pero ¿cuál es la evidencia de la existencia de Jesús? ¿Y cuán sólida es según los criterios que podrían emplear los historiadores? Es decir: ¿cuánto del relato evangélico se puede considerar verdadero? Las respuestas tienen enormes implicaciones, no solo para la Iglesia católica y para países obsesionados con la fe como Estados Unidos, sino para miles de millones de personas que crecieron con la reconfortante imagen de un Jesús amoroso en sus corazones. Incluso para quienes, como yo, obviamos las connotaciones de Dios, alma, cielo e infierno, la idea de que esta figura de devoción infantil no haya existido o, de haber existido, que sepamos tan poco de ella, resulta difícil de aceptar. Implica una pérdida traumática, lo que quizá explique por qué el debate es tan complejo, incluso entre académicos laicos.


Cuando he hablado de este ensayo con personas criadas en el ateísmo o en otras religiones, la pregunta que siempre surge es similar a esta: ¿por qué es tan importante para los cristianos que Jesús haya vivido en la Tierra? Lo que está en juego aquí es el aspecto único de su fe, aquello que la distingue. Durante más de 1900 años, el cristianismo ha mantenido la convicción de que Dios envió a su hijo a la Tierra para sufrir una crucifixión terrible, salvarnos de nuestros pecados y darnos la vida eterna. El nacimiento, la vida y, sobre todo, la muerte de Jesús, que trajo consigo la redención, son el fundamento mismo de su fe. Estas ideas están tan arraigadas que, incluso para quienes han flexibilizado su fe, la idea de que pudiera no haber sido «real» resulta difícil de aceptar.

Cabría esperar que un líder de culto que atraía multitudes, inspiraba a seguidores devotos y fue ejecutado por orden de un gobernador romano dejara alguna huella en los registros históricos. Los emperadores Vespasiano y Tito. Y los historiadores Séneca el Viejo y el Joven escribieron extensamente sobre la Judea del siglo I sin mencionar jamás a Jesús. Esto podría significar simplemente que su papel fue menos relevante de lo que la Biblia sugiere. Sin embargo, a pesar del volumen de registros que se conservan de esa época, tampoco existe ninguna referencia a su muerte (como sí la hubo, por ejemplo, en el caso de los 6.000 esclavos leales a Espartaco que fueron crucificados en la Vía Apia en el 71 a. C.), ni ninguna mención en los informes oficiales, cartas privadas, poemas u obras de teatro que se conservan.
Compárese esto con Sócrates, por ejemplo. Aunque ninguno de los pensamientos que se le atribuyen se conserva por escrito, sabemos que vivió (entre el 470 y el 399 a. C.) porque varios de sus discípulos y críticos contemporáneos escribieron libros y obras de teatro sobre él. Pero con Jesús reina el silencio por parte de quienes pudieron haberlo visto en persona, lo cual resulta incómodo para historicistas como Ehrman. «Por extraño que parezca», escribió en 1999, «en ninguno de los numerosos escritos que se conservan se menciona siquiera el nombre de Jesús». De hecho, solo existen tres fuentes de supuesta prueba de su existencia, todas ellas póstumas: los evangelios, las cartas de Pablo y la evidencia histórica extrabíblica.
Los historiadores cristianos basan sus afirmaciones sobre un Jesús histórico en las escasas menciones de los primeros cristianos por parte de los políticos romanos Plinio el Joven y Tácito (quienes escriben sobre cristianos entrevistados a principios del siglo II —en el caso de Plinio, una diaconisa torturada—, todos seguidores del Camino que hablaban de Jesús) y de Flavio Josefo, un historiador judío romanizado. Las Antigüedades de los judíos de Josefo, en veinte volúmenes, escritas alrededor del año 94 d. C., durante el reinado de Domiciano, contienen dos referencias a Jesús, una de las cuales afirma que era el Mesías crucificado por Poncio Pilato. Esto tendría cierta relevancia si Josefo lo hubiera escrito realmente; sin embargo, los expertos, incluyendo a evangélicos como Gathercole, coinciden en que esta referencia probablemente fue falsificada por el polemista cristiano del siglo IV, Eusebio. La otra referencia es al «hermano de Jesús, llamado Cristo, cuyo nombre era Santiago». Algunos estudiosos afirman que la mención de «llamado Cristo» fue una adición posterior, pero esto resulta irrelevante dado que Josefo se basaba en relatos de cristianos más de seis décadas después de la supuesta crucifixión de Jesús.



Si la crucifixión fue profetizada, ¿Cómo pudo resultar vergonzosa?

La evidencia más antigua que atestigua la existencia de una figura histórica no proviene de registros contemporáneos, sino de las cartas de Pablo, que datan aproximadamente del 50 al 58 d. C. (de las 14 cartas originalmente atribuidas a Pablo, se cree que solo la mitad son principalmente de su autoría, mientras que el resto se estima que fueron escritas en algún momento del siglo II). El problema con Pablo para quienes buscan pruebas radica en lo poco que dice sobre Jesús. Si Jesús hubiera vivido y muerto durante la vida de Pablo, cabría esperar que este hiciera referencia a su ministerio terrenal —a sus parábolas, sermones y oraciones— y que sus lectores desearan conocer esta crucial crónica de su vida. Sin embargo, Pablo no ofrece nada sobre el Jesús vivo, como las historias o dichos que posteriormente aparecen en los evangelios, ni proporciona información de fuentes humanas, limitándose a mencionar la comunicación visionaria con Jesús y citas mesiánicas del Antiguo Testamento.
Esto nos lleva a los evangelios, escritos posteriormente, y no por aquellos cuyos nombres llevan (estos fueron añadidos en los siglos II y III). El evangelio de Marcos, que toma prestado de Pablo, fue el primero y sentó las bases para los evangelios posteriores (Mateo se basa en 600 de los 661 versículos de Marcos, mientras que el 65% de Lucas se basa en Marcos y Mateo). La primera versión de Marcos data de entre el 53 d. C. y alrededor del 70 d. C., año en que se destruyó el Segundo Templo, un acontecimiento que menciona. El último evangelio, el de Juan, que presenta una teología diferente y relatos que contradicen los de los tres evangelios sinópticos, data de alrededor del año 100 d. C. Los cuatro evangelios incluyen secciones escritas en el siglo II (entre ellas, dos narraciones diferentes del nacimiento virginal en Mateo y Lucas), y algunos estudiosos sitúan los últimos doce versículos de Marcos en el siglo III. Varios historiadores suponen que Mateo y Lucas se basaron en una fuente anterior a la que denominan Q. Sin embargo, Q nunca se ha encontrado y no existen referencias a ella en ningún otro lugar. Barton sugiere que la creencia en Q podría responder a una agenda religiosa conservadora, ya que afirmar que estos evangelios se nutrieron de una fuente anterior «implica negar implícitamente que se hubieran inventado algo».
En conjunto, ¿qué nos pueden revelar los evangelios sobre el Jesús histórico? Los estudiosos laicos coinciden en que gran parte de su contenido es ficticio y señalan, como afirma Ehrman, que «estas voces a menudo se contradicen, discrepándose tanto en detalles minuciosos como en cuestiones fundamentales». Sin embargo, Ehrman está convencido de que Jesús existió; sostiene que los evangelistas oyeron relatos sobre Jesús y «decidieron escribir sus propias versiones». Algunos datos básicos, como las fechas de su nacimiento y muerte (deducidas de las menciones de varios gobernantes), son ampliamente aceptados, al igual que varios de sus dichos.

Se dice que son fieles a sus palabras reales. Para separar la verdad de la ficción, emplean «criterios de autenticidad»: historias y palabras que suenan verosímiles. Los tres criterios principales son: la incongruencia (¿están esos detalles en desacuerdo con el judaísmo del siglo I y, de ser así, por qué los evangelistas inventarían cosas que causaran problemas?); la multiplicidad de fuentes (cuantas más fuentes, mejor); y la coherencia (¿son los detalles consistentes con lo que sabemos?).
Sin embargo, hay buenas razones para cuestionar este enfoque. Con respecto a los criterios de multiplicidad de fuentes y coherencia, sabemos que los evangelistas se citaban unos a otros, por lo que cabría esperar que incluyeran el mismo material. El evangelio de Lucas, por ejemplo, tomó prestado el discurso de Mateo «considerad los lirios del campo», pero si el relato de Mateo es inventado, la repetición de Lucas difícilmente aporta credibilidad. Además, el «criterio de la incongruencia» se basa en que sepamos qué era contrario a la tradición. Pero la Iglesia era diversa cuando se escribieron los evangelios y no podemos estar seguros de qué pudo haber incomodado a sus autores. A menudo se argumenta, por ejemplo, que los evangelistas se esforzaron tanto por demostrar que la crucifixión estaba predicha en las Escrituras Hebreas para hacerla aceptable a un público convencido de que ningún verdadero mesías podía ser humillado de esa manera. Pero este argumento se refuta si aceptamos que el relato de la crucifixión se incluyó porque los evangelistas —a pesar de lo que dice Pablo— creían que era necesario para cumplir la profecía. Si la crucifixión estaba profetizada, ¿cómo pudo resultarles incómoda?
Sobre el tema de la crucifixión, cabe destacar que, mientras que los cuatro evangelios aceptados presentan a Jesús condenado a muerte por Poncio Pilato, en el evangelio no canónico de Pedro es Herodes Antipas quien la ejecuta. El evangelio de Tomás, por su parte, no menciona en absoluto la muerte, la resurrección ni la divinidad de Jesús. Según el teólogo Epifanio, del siglo IV, los cristianos nazarenos, observantes de la Torá (y considerados descendientes del primer grupo de creyentes), sostenían que Jesús vivió y murió durante el reinado del rey Alejandro Janneo (10-76 a. C.), un siglo antes de Poncio Pilato. El Talmud de Babilonia coincide, afirmando que Jesús fue ejecutado por lapidación y ahorcamiento en la ciudad de Lida (no en Jerusalén) por «inmoralidad, hechicería e idolatría». Por lo tanto, incluso cuando se cumplen los criterios de autenticidad, resulta difícil establecer un consenso histórico.
El esfuerzo más coordinado por separar la realidad de la ficción comenzó en 1985, cuando un grupo de académicos, en su mayoría laicos, fueron convocados por el teólogo católico no practicante Bob Funk. El «Seminario de Jesús» de Funk se reunió dos veces al año durante 20 años con el objetivo de «buscar al Jesús histórico». En su lanzamiento, Funk declaró que el grupo indagaría «de forma sencilla y rigurosa, buscando la voz de Jesús, lo que realmente dijo». Estos estudiosos (que llegaron a ser más de 200) utilizaron los «criterios de autenticidad» para evaluar los hechos y las palabras de Jesús tal como se recogen en los evangelios. Tras numerosos seminarios y un intenso debate, concluyeron que Jesús fue un predicador judío helenístico iconoclasta que narraba historias en parábolas y denunciaba la injusticia; que tuvo dos padres terrenales; y que no realizó milagros, no murió por los pecados de la gente ni resucitó de entre los muertos. La veracidad de sus dichos y hechos se decidió mediante votación. Se invitó a los estudiosos a colocar cuentas de plástico en una caja: rojas (tres puntos) si Jesús lo dijo; rosas (dos puntos) si probablemente lo dijo; grises (un punto) si no lo dijo, pero reflejaba sus ideas; negras (cero) si era inventado. Al contabilizarlas, se encontraron cuentas negras o grises para el 82% de los dichos bíblicos de Jesús y el 84% de sus obras.
Estos métodos son considerados, en el mejor de los casos, pintorescos por los estudiosos que investigan figuras históricas no bíblicas. Una de las personas consultadas fue Catharine Edwards, profesora de filología clásica e historia antigua en Birkbeck, Universidad de Londres, quien afirmó que algunos historiadores del mundo antiguo tienden al escepticismo —«por ejemplo, no podemos saber nada sobre la etapa más temprana de la historia romana más allá de lo que se deduce de la evidencia arqueológica»—, mientras que otros se inclinan por una «credibilidad extrema». Sin embargo, incluso entre estos últimos, los «criterios de autenticidad» no son una herramienta habitual. Añadió que el enfoque de las cuentas de colores «suena ingenuo y propio de la credulidad, donde los académicos hacen suposiciones sobre el carácter de un individuo antiguo en particular y, sobre esa base, deciden lo que creen que (invariablemente) pudo o no haber dicho».
Hugh Bowden, profesor de historia antigua en el King’s College de Londres, afirmó que hay más evidencia de la existencia de Sócrates y Pericles que de la de Jesús, pero «mucho menos depende de ello». El énfasis en la historicidad de Jesús «no tiene un equivalente real en otros campos, porque se basa en ideas preconcebidas confesionales (el cristianismo primitivo importa porque el cristianismo moderno importa), incluso cuando los académicos afirman no estar influenciados por sus creencias religiosas personales». Los historiadores de otras disciplinas no considerarían esta cuestión muy importante.



Los escépticos creen que Jesús fue una figura mítica que posteriormente fue historizada.


Si eliminamos esos prejuicios, parece lógico ser cautelosos con la historicidad de los evangelios y dejar que la duda guíe nuestras indagaciones. El primer evangelio, Marcos, se comenzó a escribir casi medio siglo después del ministerio de Jesús (y sus versículos finales mucho después). Los seguidores de Jesús, que hablaban arameo, probablemente eran analfabetos, y no había cronistas que tomaran notas. La probabilidad de que las palabras de Jesús fueran reproducidas con exactitud por escritores que nunca lo conocieron y que, además, elaboraban relatos cada vez más fantasiosos transmitidos a lo largo de las décadas, parece remota.
Un erudito que formó parte del Seminario de Jesús y que, sin embargo, albergaba tales dudas, es Robert Price, un respetado profesor de Nuevo Testamento con un doctorado en «Teología Sistemática» y antiguo pastor bautista convertido al ateísmo. Price llegó a cuestionar la metodología utilizada para establecer la historicidad, lo que le llevó a dudar de si Jesús existió realmente. «Si alguna vez existió un Jesús histórico, ya no existe», afirmó, y posteriormente escribió: «Puede que haya existido una figura real, pero simplemente ya no hay manera de estar seguros».
Price se convirtió en la figura más influyente de un grupo minoritario de escépticos del «mito de Cristo»: historiadores que proponen que los primeros cristianos, incluido Pablo, creían en un mesías celestial y que este fue incluido en la historia por los evangelistas de la siguiente generación. Así pues, mientras que la mayoría de los doscientos creen que Jesús fue una figura histórica mitificada por los evangelistas, los escépticos creen lo contrario: que fue una figura mítica que posteriormente fue historizada.
Estas ideas han existido durante siglos. Thomas Paine fue uno de los primeros en adoptarlas, pero fue el filósofo alemán del siglo XIX, Bruno Bauer, quien impulsó la teoría con mayor ahínco. Bauer, ateo, reconocía los temas de los evangelios como literarios más que históricos, argumentando que el cristianismo tenía raíces paganas y que Jesús era una creación mítica.
En las últimas décadas, se ha generalizado entre los académicos laicos la idea de que la Biblia hebrea (Antiguo Testamento) es más mito que historia. En particular, el arqueólogo israelí Israel Finkelstein y su colega estadounidense Neil Asher Silberman escribieron en *La Biblia al descubierto* (2002) que ninguno de los patriarcas, desde Moisés y Josué hacia atrás, existió como figura histórica; que no hay constancia de que los judíos fueran esclavizados en Egipto (en cambio, descendían de los cananeos); que David y Salomón fueron caudillos, no reyes; y que el primer templo se construyó tres siglos después de Salomón. Sin embargo, la opinión de que la Biblia cristiana carece igualmente de veracidad ha sido, hasta hace poco, eclipsada por quienes defienden la existencia de un Jesús de carne y hueso. Una razón para este consenso podría deberse a que, por lo general, no se ofrecen puestos fijos en departamentos que se ocupan de la historia bíblica a quienes dudan de la existencia real de Jesús. Así pues, el resurgimiento del movimiento escéptico se debe en gran medida a internet, así como al fervor misionero de sus principales defensores.
Este movimiento comenzó a cobrar fuerza en la década de 1990 con una serie de libros de Earl Doherty, un escritor canadiense que se interesó por las Escrituras mientras estudiaba historia antigua y lenguas clásicas. Doherty afirmaba que Pablo y otros escritores cristianos primitivos no creían en Jesús como una figura terrenal, sino como un ser celestial crucificado por demonios en los reinos inferiores del cielo y resucitado por Dios. Sus ideas (irónicamente, en apariencia, las más religiosas, por su profunda espiritualización) fueron rechazadas por los estudiosos del Jesús histórico, quienes alegaban que Doherty carecía de la formación académica necesaria para comprender los textos antiguos. Pero la siguiente generación, que incluía a Price, estaba más firmemente arraigada en el ámbito académico.
Price cree que el cristianismo primitivo estuvo influenciado por mitos de Oriente Medio sobre deidades que mueren y resucitan, mitos que perduraron durante los períodos griego y romano. Una de ellas es la leyenda sumeria «El descenso de Inanna», que narra la historia de la reina del cielo, quien asiste a un funeral en el inframundo y es asesinada por demonios, colgada de un gancho como un trozo de carne. Tres días después, sin embargo, es rescatada, resucita y regresa al mundo de los vivos.



Para los estudiosos del mito de Cristo, la historia de Jesús se ajusta al arquetipo del héroe mítico.

Otra es la leyenda egipcia del dios-rey Osiris, asesinado. Su esposa, Isis, encuentra su cuerpo, lo resucita y, según una versión, mediante un rayo, concibe a su hijo Horus, quien lo sucede. Osiris continúa gobernando sobre los muertos. En la versión griega de Plutarco, Osiris es engañado para que se acueste en un ataúd, el cual flota mar adentro hasta llegar a la ciudad de Biblos. Allí, Isis baja el cuerpo de Osiris de un árbol y lo resucita.
Varios textos judíos que circulaban en aquella época reforzaban los aspectos mesiánicos de estas narraciones. Por ejemplo, 1 Enoc (un libro escrito principalmente en el siglo II a. C.) y p.

Particularmente venerado dentro de la comunidad esenia (a la que se le atribuyen los Rollos del Mar Muerto), se refiere al «Hijo del Hombre» (una frase utilizada para Jesús en los evangelios), cuyo nombre e identidad permanecerán en secreto para evitar que los malhechores lo conozcan hasta el momento señalado.
La fuente predilecta del mito de Cristo es la Ascensión de Isaías, escrita en fragmentos durante los siglos I y II. Incluye una sección que narra el viaje de un Jesús no humano a través de los siete cielos, quien es crucificado en un cielo inferior por Satanás y sus arcontes demoníacos, gobernantes de ese reino, que desconocen su identidad. El relato concluye con la resurrección de Jesús.
Los estudiosos del mito de Cristo creen que los antiguos relatos de muerte y resurrección influyeron en los evangelistas, quienes también tomaron prestado de Homero, Eurípides y la Biblia hebrea. Para ellos, la historia de Jesús encaja con el arquetipo del héroe mítico de la época: un salvador espiritual asesinado por «arcontes» antes de resucitar triunfante. Sostienen que los cristianos posteriores reescribieron a Jesús como una figura histórica que sufrió a manos de gobernantes terrenales.
La figura más destacada del escepticismo es Richard Carrier, un biblista con una gran habilidad para el uso de las redes sociales (algunos de sus extensos vídeos de YouTube han atraído a más de un millón de espectadores). Participa en acalorados debates con sus rivales, imparte conferencias y escribe libros mordaces, rigurosos y repletos de datos. Con su doctorado en historia antigua por la Universidad de Columbia y su historial de publicaciones en revistas académicas, sus credenciales son más difíciles de refutar que las de Doherty. Ehrman, por ejemplo, reconoce que Carrier y Price son estudiosos serios del Nuevo Testamento.
En un principio, Carrier aceptó la historicidad de Jesús, pero llegó a despreciar la postura dominante debido a lo que consideraba el precario estado de la investigación que la respaldaba. Él y el historiador bíblico australiano Raphael Lataster utilizan el teorema de Bayes, que considera probabilidades históricas basadas en expectativas razonables (evaluando la evidencia y asignándole probabilidades matemáticas), para concluir que es «probable» que Jesús nunca haya existido como persona histórica, aunque es «plausible» que sí.
Los defensores del «mito de Jesús» gozan de gran difusión, pero la etiqueta de marginales se ha mantenido, y no solo porque los departamentos de estudios religiosos los excluyen. Su propia metodología ha sido criticada, sobre todo su uso de métodos bayesianos. Curiosamente, Carrier ofreció probabilidades a sus lectores, concluyendo que la probabilidad de un Jesús real no era mejor que el 33 % (y quizás tan baja como el 0,0008 %), dependiendo de las estimaciones utilizadas para el cálculo, lo que ilustra la imprecisión de este uso del teorema de Bayes.
Carrier y sus colegas hacen un buen trabajo al cuestionar los métodos de los historicistas, pero lo que ofrecen a cambio parece poco sólido. En particular, no han encontrado pruebas claras de las décadas anteriores a los evangelios que demuestren que alguien creyera que Jesús no era humano. Cada referencia en las epístolas puede explicarse como una alusión a un salvador celestial, pero todo parece una interpretación forzada. Pablo se refiere con frecuencia a la crucifixión y dice que Jesús «nació de una mujer» y «creado del esperma de David, según la carne». También se refiere a Santiago, «el hermano de Cristo». Basándose en estos ejemplos, Ehrman afirma que hay «buenas pruebas de que Pablo entendía a Jesús como una figura histórica». Lo cual era, sin duda, la opinión del autor o autores de Marcos, un evangelio que comenzó a escribirse menos de dos décadas después de las cartas de Pablo.

Como el grano de arena que dio origen a Robin Hood, la historia de Jesús fue adquiriendo nuevas capas con el tiempo.

Si aceptamos esta conclusión, pero también aceptamos que los evangelios son biografías poco fiables, entonces lo que nos queda es un vago esqueleto histórico apenas discernible. Si Jesús vivió en la época generalmente aceptada (entre el 7-3 a. C. y el 26-30 d. C.) en lugar de un siglo antes, como parecían creer algunos de los primeros cristianos, podríamos suponer que nació en Galilea, atrajo seguidores como predicador y fue ejecutado. Todo lo demás es invención o incertidumbre. En otras palabras, si Jesús existió, prácticamente no sabemos nada de él.
Una forma de entenderlo es pensar en una perla, que comienza como un grano de arena alrededor del cual se forman capas de carbonato de calcio como respuesta inmunitaria al agente irritante, hasta que la perla ya no se parece a la partícula original. Muchas leyendas se han desarrollado de esta manera, desde el relato del poeta ciego Homero en adelante.
El forajido y ladrón Robert Hod fue multado por no presentarse ante el tribunal de York en 1225 y, un año después, reapareció en los registros judiciales, aún prófugo. Este podría ser el grano de arena que dio origen a Robin Hood, a quien muchos consideraron una figura histórica cuya leyenda creció a lo largo de los siglos. Robin comenzó como un campesino forestal, pero se convirtió en noble. Posteriormente, fue incluido en la historia del siglo XII junto al rey Ricardo Corazón de León y el príncipe Juan (en versiones anteriores aparecía Eduardo I), junto con su banda de forajidos, cada vez más numerosa. Para el siglo XVI, él y sus alegres compañeros habían pasado de ser unos bribones entrañables a rebeldes con una causa que «quitaban a los ricos para dar a los pobres».
La historia de Jesús, de igual modo, fue adquiriendo nuevas capas con el tiempo. Al comienzo de la era común, es muy probable que existieran varios predicadores judíos iconoclastas, y uno de ellos irritó a los romanos, quienes lo mataron. Pronto su leyenda creció. Se le atribuyeron nuevas cualidades y perspectivas hasta que, finalmente, se convirtió en la figura heroica del Mesías e hijo de Dios, con su banda de doce hombres no tan alegres. El grano de arena original es menos importante de lo que muchos creen. Lo interesante es cómo evolucionó.


Gavin Evans es escritor y sus obras se han publicado en The Guardian, Die Zeit, The Conversation y The New Internationalist, entre otros medios. Entre sus libros destacan Mapreaders and Multitaskers: Men, Women, Nature, Nurture (2016), The Story of Colour (2017) y Skin Deep: Journeys in the Divisive Science of Race (2019). Vive en Londres.

Traducido del original:

https://aeon.co/essays/why-the-son-of-god-story-is-built-on-mythology-not-history


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